En las antipodas – Bill Bryson (320 pàgines)
En las antipodas es un llibre del divulgador Bill Bryson conegut pels seguidors del meu blog gràcies a Una breve historia de casi todo. Aquest llibre tracta d’un viatge de l’escriptor a un dels països més desconeguts i fascinants del nostre planeta: Austràlia. Es tracta d’un país amb poca població en comparació el seu extens territori, el qual es bàsicament costa i desert. El més destacable de tot es la seva fauna, molta de la qual no es troba en cap altre lloc del planeta i sort que es així ja que gran part es mortal, en especial per la seva verinositat.
L’estil d’en Bill (hi ha confiança) es amè gràcies a que el llibre està relatat en format d’anècdotes personals on el protagonista i autor fa el ridícul i/o està en perill. L’escriptor no té cap problema en deixar-se en ridícul mentre explica les moltes peculiaritats d’Austràlia. El llibre no es una guia de viatge, són les aventures i desventures d’en Bill per Austràlia, bastant poc extraordinàries, però si plenes d’anècdotes històriques que només poden passar en un país tan aïllat i poc explorat com Austràlia. Es cert que gràcies al llibre ara tinc més ganes de visitar Austràlia, però no em plantejo fer-ho de veritat. Com que no tinc més ganes de xerrar, el millor que puc fer per tal que us feu una idea del llibre es enganxar-vos uns (potser masses) extractes.
No es verdad que los ingleses inventaran el cricket como una forma de hacer que cualquier otra empresa humana pareciera interesante y animada; eso resultó simplemente un efecto secundario. No es mi intención denigrar un deporte que gusta a tantas personas, algunas de ellas despiertas y mirando al lado adecuado, pero es un juego curioso. Es el único deporte que incluye pausas para comer. Es el único deporte que comparte su nombre con un insecto[*]. Es el único deporte donde los espectadores queman tantas calorías como los jugadores (o más, si son moderadamente inquietos). Es la única actividad competitiva, exceptuando hacer pan, donde, vistiendo de blanco de la cabeza a los pies, se sigue tan limpio al final del día como al principio
En 1967 el primer ministro, Harold Holt, estaba paseando por la playa de Victoria cuando se lo llevó una ola y desapareció. Nunca más se supo del pobre hombre. Esto me resultó doblemente sorprendente: primero, porque Australia hubiese perdido un primer ministro (vaya, que no es normal) y, segundo, porque nunca me hubiera enterado ello.
Cada vez que uno va en avión de Norteamérica a Australia, y sin que nadie te pregunte si te parece bien, te roban un día al cruzar la línea de cambio de fecha internacional. Salí de Los Ángeles el 3 de enero y llegué a Sydney catorce horas después, el 5 de enero. Yo no viví el 4 de enero. Ni siquiera un poco. Adónde fue a parar, no sabría decirlo. Lo único que sé es que durante un período de veinticuatro horas, por lo visto no existí.
Dejando a un lado la tendencia entre los hombres de cierta edad a llevar calcetines hasta la rodilla y pantalón corto, esta gente es como tú y como yo.
No soy, me cuesta reconocerlo, un durmiente discreto y atractivo. La mayoría de la gente, cuando duerme, parece que necesite una manta; yo parezco necesitar atención médica. Duermo como si me hubieran inyectado un potente relajante muscular en fase experimental.
Unos pescadores capturaron un tiburón beige de cuatro metros y lo llevaron al acuario público de Coogee, donde se expuso al público. El tiburón nadó un par de días en su nuevo hogar y, entonces, sin más ni más, y para sorpresa del público que lo contemplaba, vomitó un brazo humano.
Una viuda negra australiana, por si alguien no lo sabe, es la muerte de ocho patas.
A finales del siglo XVIII los códigos de leyes británicos estaban repletos de delitos capitales; te podían ahorcar por 200 delitos, incluido uno muy curioso que consistía en «hacerse pasar por egipcio».
La verdad es que nadie sabe por qué la arañas australianas son tan extravagantemente tóxicas; porque capturar otros insectos e inyectarles veneno suficiente para matar a un caballo parece un caso evidente de celo destructivo. Una cosa es verdad, todo el mundo les deja mucho espacio.
El cocodrilo, un animal tan perfectamente diseñado para matar que apenas ha cambiado en 200 millones de años. Vamos, que estás a punto de ser devorado por algo de la época de los dinosaurios.
Los australianos son muy injustos en este sentido. Se pasan la mitad de cualquier conversación insistiendo en que los peligros del país se han exagerado mucho y que no hay que preocuparse, y la otra mitad contándote que hace seis meses su tío Bob iba en coche a Mudgee cuando una serpiente tigre salió del salpicadero y le mordió en la ingle; pero bueno, ya lo han desconectado de la respiración artificial y se puede comunicar parpadeando con los ojos.
De todos modos, nos aseguró que no había medusas en el arrecife. Curiosamente, olvidó mencionar los tiburones, las medusas cofre, los peces escorpión, los corales punzantes, las serpientes marinas o el infame mero, un monstruo de 400 kg que de vez en cuando, por una mezcla de afán de experimentación y estupidez, le arranca un brazo o una pierna a un bañista, luego se acuerda de que no le gusta el sabor de la carne humana y lo escupe.
—¿Ha disfrutado de su estancia, señor? —preguntó, amablemente.
—Ha sido abominable —repliqué.
—Oh, excelente —ronroneó satisfecho, arrancándome la tarjeta.
—Diría incluso que el valor principal de una estancia en este establecimiento es conseguir que cualquier otra experiencia relacionada con el servicio parezca, por comparación, edificante. Puso una expresión enormemente apreciativa como si dijera: «Es todo un elogio», y me presentó la factura para la firma.
—Esperamos volver a verle por aquí.
—Antes me operaría los intestinos en el bosque con una rama.
—Excelente —dijo de nuevo.
Nota: 6/10